Ingresar al universo de Juan Javier Salazar (Lima, 1955) es una experiencia original, de la que felizmente no se sale igual a como se llega. He ahí quizá el mejor reconocimiento a un creador: su carácter de conmocionador de conciencias y renovador de nuestro espíritu y percepción de la realidad.
En abril de este año, hizo una nueva retrospectiva en la galería de la municipalidad de Lima, en pleno centro histórico y muy cerquita del palacio de (des) gobierno: “Super-visiones, antes, durante, después (1978-2006)”(1). Esta concurrida muestra incluyó una selección de sus trabajos, desde su formación en la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), a fines de los años 70, pasando por experiencias colectivas con el grupo Paréntesis y el recordado e influyente grupo Huayco (2), hasta llegar a perfilar, desde mediados de los beligerantes 80 a la actualidad, un camino propio. Todo lo cual muestra características que testimonian la constante búsqueda de Juan Javier Salazar, a la vez que su seguridad en ciertos hallazgos y principios, estéticos y éticos, básicos en su creatividad.
Juan Javier tiene una obra hecha sobre todo con retazos de materiales, por lo general, reciclados. Así, en medio de la heterogeneidad de su propuesta plástica (serigrafía, cerámica, diseño gráfico, vídeo, perfomances en la vía pública (3), diseño de ropa...), Salazar tiene varios logros cada vez más reconocidos por buena parte de quienes se interesan por las artes plásticas en este país, así como por los historiadores y críticos de arte mejor entrenados en estos oficios. Sin embargo, decir que lo que hace Juan Javier es arte en más de un aspecto no le hace del todo justicia, si somos conscientes de que aún hoy para muchos el arte es una labor gratuita, inocua, recreativa, cuando no vacía de toda contundencia y operatividad respecto de la realidad concreta. Estamos ante alguien que interviene la propia realidad y que se nutre de ese diálogo, lo cual le permite realizar una obra cargada de materiales e imágenes provenientes del magma cotidiano. En todo caso, el tipo de arte de alguien como Salazar no es el del gusto canónico, de ornamento y para aquietar conciencias (menos en una ciudad como Lima y un país como el Perú, con tantos resquebrajamientos colectivos y personales a lo largo de sus historias). Más bien, si de arte se trata, su expresión estética está nutrida, material y espiritualmente, del entorno de donde parte y al que busca afectar en tanto realidad y a quienes lo habitan: los depositarios, y propiciadores, de su fe trans-formativa. La manera de asumir el oficio es así, para alguien como Juan Javier, poner su talento creativo al servicio de las pulsaciones de un país herido e incompleto como el Perú (especialmente, pero no sólo, en su corto trayecto republicano).
Hacedor de historias, rituales y frases punzantes, Juan Javier ha dicho más de una vez que en Lima no hay ninguna calle completa, pero que los cuadros que se exhiben parecen recién sacados de una lavandería (4). Es apenas una muestra de su concepción del hacedor de obras, con una tarea no siempre cumplida al faltarle muchas veces mayor conciencia de que se está partiendo desde esta realidad ¿nacional?, para afectarla, y en la medida de lo posible contribuir a su transformación.
En contra de lo que en primera instancia pudiera imaginarse, al ver en los trabajos de Juan Javier Salazar la desfachatez en su imperfección y precariedad —a la vez que al escuchar su propio discurso torrencial en ideas y proyectos, del cual a veces gotean algunas obras concretadas— así como su trazo barroso, lo expuesto en la mencionada retrospectiva, en el centro de Lima, evidencia una alquimia entre su mundo interior y el del entorno que nos rodea. Un artista-mago, o brujo, quizá sea mejor afirmar. Probable herencia de los años 60 cuando fuerzas renovadoras reorientaron la creación artística hacia su interrelación con la cotidianeidad, e incluso con la tierra y los elementos naturales, o también con las tradiciones de culturas ancestrales usualmente desplazadas del imaginario occidental.
Detrás de todo lo anterior opera, finalmente, una utopía en marcha que consiste en sanar, en la medida de lo posible, las fracturas y agravios de este país y esta ciudad (Lima) donde radica, y adonde vuelve así se retire a veces hacia el campo y la sierra aledaños.
Sus exposiciones, por ello, evocan desde sus títulos esta voluntad. Recuerdo una llamada “Algo va a pasar”, y otra con el nombre “Parece que va a llover”. La época de la ENBA, cuando estuvo próximo a movimientos de protesta estudiantiles o sindicales, y su ulterior paso por el mencionado taller Huayco, fueron determinantes para que este joven (hijo de un prominente ancashino ex ministro del primer gobierno belaundista) perfilara su capacidad de componer objetos que según el aserto vallejiano vienen del pueblo y van hacia él.
En la línea de esa obra monumental del colectivo Huayco que fue componer una imagen gigante del rostro de Sarita Colonia, la beata popular, con unas latas vacías de leche Gloria recogidas de los basurales, para instalar el trabajo final en un arenal al sur de Lima, al lado de la Panamericana con sus autobuses, camiones y colectivos interprovinciales. No es baladí acotar que, con los años, los pobladores de asentamientos humanos vecinos reemplazaron de modo espontáneo las viejas latas por otras, pintándolas apresuradamente, haciendo también suya esta obra de Huayco (“sólo lo anónimo hace milagros”, me dijo alguna vez Juan Javier). Asimismo, la obra posterior e individual (es un decir) de Salazar se ha imbricado con esta voluntad transformadora. Si la fe mueve montañas (de inmigrantes), ha animado en cartón unos cerros andinos con maracas: los apus milenarios, vivientes y sagrados; como en la capital del Perú nunca llueve y, sin embargo, todos —o casi todos— sobreviven como después de un naufragio, ha instalado anónimos náufragos recortados en tripley que salvan sus últimas pertenencias, en el suelo de una galería donde expuso alguna vez; y como el Perú es mucho más que sus exóticos museos y restos arqueológicos, ha diseñado ceramios con su propia simbología, con latas recicladas y convenientemente pintadas, y los ha enterrado en diversos lugares de la ciudad para estafar a arqueólogos y huaqueros; y como nadie puede apropiarse de todo este camino libre y libertario, ha hecho su reciente muestra, esta retrospectiva, con el apoyo de otro curador (Emilio Tarazona), y no de la mano de viejos conocidos, pocas veces de verdad comprometidos con esta mística y honesta praxis.
El universo de los objetos de Juan Javier es, en cierto modo, frágil, como frágil son los logros, los héroes, la memoria, las instituciones, los líderes y las banderas de este país. Por ello mismo, es una estética realista, que con pocos elementos (5) ha ido consolidando más que una trayectoria una alternativa a cierta modorra y acostumbramiento en los que no pocos peruanos suelen instalarse al ritmo de tecnocumbias, palomas domesticadas, ollas vacías, mundiales sin representación, y gloriosa prensa chicha que vende y vende.
La conciencia situada de Juan Javier lo ha llevado también a sacar su genio creativo del marco convencional de las galerías, y renovando entre nosotros la perfomance y los lineamientos del agit-prop (Agit-Pop), ha subido a microbuses para ofrecer al público esos cojincitos en forma de Perú (la cola representa Chile, y tienen la piel veteada como los jaguares), “para que usted, señor pasajero, señorita, amigo, amiga, tenga por un momento el Perú en sus manos”. Juan Javier decía, alguna vez, que si concebimos el Perú como un animal, lo mejor para calmarlo sería acariciarlo, frotarle la piel. Estas imágenes de Perú son parte genial de su incursión en el diseño industrial, en lo cual sin duda es un pionero, y no sólo conforman uno de sus hitos más celebrados sino que a la vez muestran el Cómo, el Para Qué y el Para Quién labora su fértil imaginación.
Todo es así, y resultaría tan largo como conversar con él, con este entrañable amigo y compañero de ruta, detallar las múltiples características reunidas en su última retrospectiva. Muchos recuerdos vienen a la memoria, pues conozco a Juan Javier desde fines de los años 80, cuando me obsequió un incendiario grabado para la carátula de mi primer libro (unos callejeros tachos que arrojaban humo, y detrás surgían unas imágenes geométricas, mismos tejidos incas).
Se aprecia, por otro lado, que incursiona ahora en el diseño de cómics. Cómo no, si en general la caricatura e historieta han sido formas constantes en su labor. Como ese friso, hecho sobre carcomidas planchas de triplay, con una larga secuencia de imágenes escolares con los rostros de los presidentes del Perú (en esta retrospectiva exhibió una última versión que llega hasta Paniagua y Toledo —quien habla en inglés—, dando un giro al clásico trabajo original, de principios de los 80, que llegaba sólo hasta Belaunde), todos con un globo-cómic que dice “Mañana”, o “maña-na”: un mural titulado irónicamente “Perú, país del mañana/ boceto de mural para cuando tenga plata: mañana”. Esta corrosión de la historia oficial abre así el camino a otro tipo de historia, aquélla de los hombres y mujeres, héroes o no, anónimos: la historia del pueblo mismo, sin dinero, sin medallas y, sin embargo, en marcha. Así, es finalmente clara, en medio de contradicciones ideológicas como todos tenemos, la filiación popular —no populista— de Juan Javier Salazar. Nunca se arrogó el papel de representar al pueblo, o de ser su vanguardia o algo parecido. Como hacen los que saben, sólo se puso al pie de este gigante y ha procurado con todos sus talentos y limitaciones cogidos en un puño expresarlo honestamente, y con amor: no incondicional, como es el verdadero amor.
Su película Parece que va a llover es otra muestra de ese estrellarse contra los símbolos patrios (¡oh, palacio de gobierno tan infelizmente cercano!), y con esos pedazos elevar un brindis al cielo, como hace el mestizo taxista (suerte de reconversión del Inca que viaja en el estribo de un microbús urbano, y que desciende desde los Andes, en su espléndido grabado “Algo va’pasar”, de 1980) al final de esta película, hecha en formato casero.
En fin, entre marchas y contramarchas, vueltas recreativas sobre ciertos tópicos que Juan Javier ha intuido como esenciales en su proyecto en tanto nuevo cronista y cuasi curandero de este país, confrontarse con el lenguaje de este creador es una experiencia vivificante y que en medio de un mercado de arte usualmente tan frívolo, elemental y predecible, se agradece (6).
¿Qué es el arte? ¿Qué es ser artista? ¿Qué es el Perú? Estas y otras sesudas interrogantes se diluyen entre las avalanchas, los vientos, la música popular, los colores tierra y el agua que no cesa, operando todo ello mediante el humor y la ironía con que de modo feliz organiza su renovado y renovador universo Juan Javier Salazar. En esa fuerza creadora que evita caer en la tentación del adocenamiento burgués, la obra de este autor no aparece como un quehacer academicista, de preguntas y sentencias solemnes; sino que, con el humor e ironía ya mencionados, plantea varias cuestiones, y sus propias alternativas de respuesta, entre las suturas de su composición. Aunque es evidente la elaboración intelectual en lo que hace y dice Juan Javier, sus silencios y sus concretos objetos artísticos, por lo general, nos están transmitiendo muchos más mensajes frescos, críticos y renovadores que las congeladas preguntas que suelen llenar cientos de tratados sobre los asuntos de estética, del país y las políticas de cambio, o acerca de la condición humana en esta tierra. Es, pues, el arte de meter (h)el arte dentro de la vida misma, en su eterna combustión, y no en alguna congeladora conceptual, aséptica y, por ello mismo, de vocación elitista.
Notas
1 Su primera individual antológica fue en 1990: “Parece que va a llover”, en la galería de la Municipalidad de Miraflores.
2 Como se recoge en la amplia investigación —aunque criticable en su línea ideológica, por razones que no es el caso exponer aquí— de Gustavo Buntinx: E.P.S. Huayco (Lima, 2005), en “la plenitud de su experiencia”, es decir los dos primeros años de los 80, este grupo estuvo conformado por María Luy, Francisco Mariotti, Charo Noriega, Herbert Rodríguez, Juan Javier Salazar, Armando Williams y Mariela Zevallos.
3 “Una de las últimas y memorables intervenciones de Salazar en espacios públicos fue cuando envolvió el monumento a Francisco Pizarro en su anterior ubicación, al lado de Palacio de Gobierno. ‘Allí pasó una cosa encantadora. Estaba envolviendo en tela a Pizarro y pasó una persona al otro lado de la calle y me grita: ¡Habla, Copperfield!. Claro, pensó que al descubrirlo, la estatua ya no estaría allí como en un acto de magia. Y en verdad, Pizarro se demoró un par de años en desaparecer. Me encantaría hallar a esa persona porque le dio magia a este asunto’, señala”. (Entrevista de Enrique Planas a Juan Javier Salazar, en El Comercio: 5 de abril de 2006).
4 “P. ¿Para quién o para qué está destinada tu exposición? R. Es para la gente que pasa por la calle. Espero que se reconozcan en mi trabajo. Y se pregunten por qué este tipo de arte no es parte de la cultura diaria. Que la gente se dé cuenta de que hay alguien que los quiere y trata de conocer, y que ese querer se puede volver vida y objetos vivos. En el Perú no hay una sola vereda completa, pero los cuadros parecen sacados de una lavandería: no están hechos de la materia de la vida, están hechos de la materia de la estética”. (“Juan Javier Salazar y la lluvia”, entrevista de C.A.L.; en Culturas de La República, 11 de marzo de 1990: 21).
5 “Espero que la gente venga [a la retrospectiva en Pancho Fierro] y lo disfrute. Me han dicho genio y fundador de esto y lo otro. Sin embargo, soy muy copiable. Siempre digo: ‘Si no tiene una falla de fábrica, no es un Salazar auténtico’. Mi especialidad es coger ideas de 10 mil dólares y convertirlas en cosas que no valen nada” (entrevista de Gonzalo Pajares a Juan Javier Salazar, en Perú21: 6 de abril de 2006).
6 “P. ¿Qué te parece el mercado de artes plásticas en el Perú? R. El mercado del arte “culto”, burgués, blanquiñoso es un mercado con gustos muy convencionales. La burguesía ha apostado por algunos artistas, pero que no entraron nunca al mercado internacional. Szyszlo, por ejemplo, no es del tamaño del chileno Matta, o de Lam, ni tiene el éxito comercial de Guayasamín o Endara. El único artista visual que hemos metido en el mercado internacional, en 400 años, es Martín Chambi: un indio fotógrafo. Tenemos que hacer una generación-piso en el Perú, que siente las bases para que alguien vuele a partir de eso. Mi generación no lo fue, tampoco la de Szyszlo. Debemos criar una generación que nos pase encima de la cabeza. Aquí los artistas son pequeños castillos feudales: nadie discute, cada uno es a su manera. No hay plano filosófico, sólo el técnico. Tenemos ídolos de barro”. (en “Juan Javier Salazar y la lluvia”).
domingo, 14 de diciembre de 2008
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