SECCIONES INICIALES DE LA PONENCIA “TRES POSTURAS POÉTICAS ANTE LAS UTOPÍAS DEL 60: HERAUD, CISNEROS, HINOSTROZA” PRESENTADA EN EL COLOQUIO DE HOMENAJE A RODOLFO HINOSTROZA. LIMA, 28, 29 Y 30 DE ABRIL, 2010.
TRES POSTURAS POÉTICAS ANTE LAS UTOPÍAS DEL 60:
EL CASO DE JAVIER HERAUD
POR Luis Fernando Chueca
La aparición, en 1967, de Los nuevos[1] dio cuenta no solo de la existencia de una nueva promoción de poetas peruanos ya consolidada, sino de lo que Alberto Escobar reconoció, pocos años después, como el inicio de “un nuevo ciclo en la evolución de nuestra poesía” [2]. Este valor fundacional se concentra sobre todo en lo que para esos momentos venían desarrollando claramente algunos de los autores incluidos en la muestra (Rodolfo Hinostroza, Antonio Cisneros, Mirko Lauer, Marco Martos), además de Luis Hernández y Juan Ojeda, que quedaron fuera de la selección. Se debe mencionar también a Javier Heraud, pues, como veremos, a pesar de su temprana muerte en 1963, había comenzado a desarrollar algunas líneas que coinciden con las rutas luego ampliamente transitadas por sus contemporáneos.
Los caminos que hacia la mitad de la década casi todos estos poetas (salvo Heraud, se entiende) estaban recorriendo, aunque disímiles entre sí, revelaban un bagaje de lecturas compartidas y un “esta[r] de acuerdo contra algo”, según dijo Hinostroza en sus “Reflexiones sobre el asunto poético” en Los nuevos. Algunas claves de esa concordancia: cierto alejamiento del magisterio de la generación de 27, la primacía de la referencia anglosajona, el interés por la narratividad, la explícita importancia de la intertextualidad, la cotidianeidad. En varios de ellos, además, el empleo de herramientas provenientes de la ciencias sociales en su acercamiento a la realidad y la utilización de la historia como materia poética. Junto a esto, el deseo y la conciencia de estar emprendiendo algo que podría calificarse como una modernización del lenguaje poético peruano. Simplificando –y con cargo a hacer más adelante los matices correspondientes–, se trata de lo que más adelante se llamó registro conversacional y que Antonio Cornejo Polar explicaba a partir de “la ruptura del enclaustramiento del lenguaje intrínsecamente poético”, que trajo como correlato que “el sujeto lírico […] no puede seguir afirmando su identidad como agente especializado de ciertos códigos de uso restringido, consensualmente adscritos al universo de la alta cultura, y su competencia lingüística, antes diferenciadora y jerarquizante, parece sumergirse en la común aptitud de los hablantes de una lengua determinada”[3].
Obviamente, para que esto se produjera no solo intervinieron deseos personales o dinámicas autónomamente literarias, sino una serie de circunstancias que, en general, nacional e internacionalmente, se relacionan con el inconformismo y la rebeldía a múltiples niveles (frente a estructuras sociales y económicas, a las prácticas y los discursos autoritarios, a la falta de libertades, a la rigidez en la vida sexual, etc.), que colocaron a los jóvenes como protagonistas de una apuesta o, mejor, de apuestas diversas, por nuevos tiempos. Es a estos nuevos tiempos buscados, imaginados y en alguna medida –mayor o menor– alcanzados que se les denomina, laxamente, utopías de los años sesenta. Utopías cuya función política es, usando palabras de Fredric Jameson, “interrumpir y/o romper nuestras ideas heredadas al respecto del futuro: romper ese futuro prefabricado”[4].
Las reflexiones que siguen pretenden indagar en el nudo establecido en el Perú por los dos aspectos mencionados: por un lado, el impulso movilizador hacia situaciones radicalmente diferentes: más justas, más libres y más felices que las experimentadas, que representaran un camino claro hacia una modernización realmente democrática de la sociedad, y, por el otro, el desarrollo de proyectos también modernizadores en el terreno del discurso poético, que fueran conscientes, además, de tal condición. Una idea interesante en ese anudamiento es la que apunta Aníbal Quijano cuando señala que “toda utopía de subversión del poder implica, también, por eso, una subversión estética”[5]. Desde esa perspectiva es posible abordar la refundación poética peruana en los años sesenta como un proceso en el que, al igual que lo ocurrido, en general, con los mejores entre nuestros poetas de vanguardia, la crítica del lenguaje poético al uso y la propuesta de nuevos caminos están indisolublemente atadas a la crítica de la sociedad y a la imaginación de nuevas condiciones. Aunque podrían haber sido más los poetas objetos de esta revisión, me concentraré ahora solo en tres: Javier Heraud, Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, poetas en los que la dinámica que he enunciado cobra una particular nitidez.
Javier Heraud
Una de las utopías mayores de los sesenta es, sin duda, la de la transformación radical de la sociedad a través de la lucha guerrillera. La revolución cubana, en 1959, impactó en los jóvenes de todo el continente, dando pie a la expectativa de que la revolución era no solo posible sino inminente. Esas ideas están notoriamente presentes en la poesía de Javier Heraud en textos como “Explicación”, “Poema” o “Un poema especial”, incluidos entre los “poemas de Rodrigo Machado”, seudónimo adoptado por el poeta en La Habana en julio de 1962 al iniciar su condición de militante del Ejército de Liberación Nacional del Perú. No dejan lugar a dudas, al respecto, versos como “Un día conocí Cuba. / Conocí su relámpago de furor, / vi sus plazas llenas / de gentes y fusiles / […] Y recordé mi triste patria, / mi pueblo amordazado, / sus tristes niños, sus calles / despobladas de alegría. / Todos recordamos lo mismo. / Triste Perú, dijimos, aún es tiempo / de recuperar la primavera / de sembrar de nuevo los campos, / de barrer a los miserables “patriotas / explotadores”. / Se acabarán, dijimos, las fiestas / palaciegas para los menos / y las mesas sin comida / y con hambre”, tomados de la parte I de “Explicación”[6].
Se ha hablado mucho sobre el escaso valor estético de textos como el citado. No pretendo proponer una discusión sobre eso, pues la unidimensionalidad de las imágenes y el reiterado empleo del lugar común sin que haya de por medio alguna intención paródica no hacen posible una valoración muy diferente. Sin embargo, sí me interesa discutir el corte tajante que se ha supuesto, y propuesto, entre Javier Heraud, el autor de libros como El viaje o Estación reunida, el verdadero poeta, y Rodrigo Machado, el autor de los textos finales, el que quedó luego de que el poeta dedicado a la palabra dejara lugar al héroe embarcado en la acción.
Esta percepción es no solo insuficiente sino que incluso llega a ser sesgada, y lleva muchas veces a declarar de plano la incompatibilidad entre poesía y acción, entre palabra poética y compromiso político. Propongo, para discutir esa marcada separación, recordar poemas como “Dos preguntas” o “Balada escénica sobre la revolución cubana” (cuyo final es el conocido “Palabras de guerrillero”). Escritos antes del viaje a Cuba de Heraud, los dos textos evidencian un compromiso político que busca ser abordado también desde las herramientas de la poesía. Los resultados no son óptimos, pero lo interesante es reconocer cómo en estos textos se manifiestan algunos de los rasgos que caracterizan las nuevas propuestas en ciernes de la poesía de los sesenta, que se consolidarán en libros de sus contemporáneos poco después. Me refiero, por ejemplo, al uso del humor y la ironía, al empleo paródico de frases hechas, a los aprendizajes iniciales de las lecciones de Brecht, a la utilización del monólogo dramático e incluso a cierta utilización del disparate. En suma, una diversidad de registros que otorgan a los poemas una plurivocidad nada despreciable. Los poemas (no olvidemos que fueron publicados póstumamente y no organizados en un conjunto que el poeta diera por concluido o medianamente estructurado) constituyen pasos quizá algo endebles pero en absoluto insignificantes en un proyecto de escritura que Heraud, en esos mismos años formulaba globalmente como “una poesía narrativa, una poesía descriptiva, clara, que enriquezca muchas cosas, con la música, con el cine, pero que no deje de ser poesía, poesía que pueda ser leída por todos”[7], a la vez que afirmaba “que la poesía, lejos de ser una aislada y solitaria creación del artista, ‘es un testimonio de la grandeza y la miseria de los hombres, una voz que denuncia el horror y clama la solidaridad y la justicia; y la felicidad, algo inalcanzable fuera de un destino común que debe ser conquistado’”[8]. Esto último lo escribió Heraud para una lectura poética en enero de 1961, es decir en paralelo prácticamente en paralelo a la escritura de Estación reunida y antes de viajar e Moscú para el Foro Mundial de la juventud.
Algo semejante a lo mencionado sobre “Balada escénica…” o “Dos preguntas” se observa en algunos de los poemas de Rodrigo Machado, probablemente aquellos escritos todavía en La Habana. En “Poema especial”, por ejemplo, aunque el resultado es menor que en los casos anteriores, se observa la intención de “escribir -como dicen los primeros versos- algo original, nuevo, sorprendente”. Uno de los aspectos que llaman la atención, además de otros rasgos ya mencionados, es el uso de paréntesis. Heraud lo emplea, por un lado, para la referencia intratextual e implícitamente crítica a la visión del otoño que había propuesto en Estación reunida (que, a su vez, era una reescritura y ahora una vuelta a Eliot: “(cruel y blando abril)”; por otro, para establecer un corte en su discurso que provoca a la vez que un posible propósito irónico, un cuestionamiento del valor del oficio del poeta e incluso, quizá inconscientemente, una distancia con respecto del discurso épico en el que se enmarca el texto: “(Me aburro y no termino este poema)”. Otro poema firmado también por Rodrigo Machado que vale la pena mencionar es “Arte poética”. Este conocido texto, fechado “Madrid, 1961 / La Habana, 1962”, evidencia la voluntad de continuidad de sus indagaciones poéticas.
Es también necesario un apunte sobre Estación reunida. Este libro, dejado para su presentación a los Juegos Florales de San Marcos de 1961, antes de su partida a Europa y premiado póstumamente en 1963, representa para muchos no solo el mayor logro de Heraud y sino quizá el trabajo más importante entre las entregas de los jóvenes del sesenta en los tres años iniciales de la década. En él pueden reconocerse además de una madurez expresiva, una arquitectura sólida y el conocido diálogo intertextual con La tierra baldía de Eliot, poeta que luego será figura capital para toda la llamada Generación del 60, la presencia nítida de un componente utópico que si bien no puede calificarse cerradamente solo como político, incluye sin duda esta dimensión, y hasta un planteamiento revolucionario, como lo evidencian versos como “Nos prometieron la felicidad / y hasta ahora nada nos han dado. / ¿Para qué elevar promesas si a la hora de la lluvia solo / tendremos al sol y al trigo muerto? / ¿Para qué cosechar y cosechar si / luego nos quitarán el maíz, / el trigo, las flores y las frutas? / Para tener un poco de descanso no / queremos esperar las promesas y / los ruegos: / tendremos que llegar al mismo nacimiento del camino, rehacer todo, / volver con pasos lentos desparramando / lluvias por los campos, / sembrando trigo con las manos, / cosechando peces con nuestras / interminables bocas”, que integran el poema liminar de la primera sección. Poema sintomáticamente titulado “Destrucción de las sombras e inicio de los días”[9].
Con todo lo anterior, espero haber dejado constancia de que la utopía revolucionaria plasmada en la poesía de Heraud no nace como un cuerpo extraño en los poemas firmados por Rodrigo Machado, y que tampoco está desligada, en general, de una búsqueda y de un proyecto de escritura que si bien quedó trunco y puede evaluarse como fallido en varias de sus manifestaciones, fue asumido con seriedad e intensidad por el joven poeta, quien –un dato más del interés para cerrar esta sección– en 1961, en París, de regreso de su viaje a Rusia, al ser entrevistado por Mario Vargas Llosa para un programa de la radio televisión francesa, señaló que, desde su punto de vista, la dicotomía poetas puros / poetas sociales, muy fuerte todavía en esos momentos, no tenía ya vigencia entre los poetas más jóvenes, entre quienes “estas dos tendencias se unen perfectamente”[10].
Esta declaración, que marca una convicción general de toda la llamada Generación del 60, la realiza el poeta casi al mismo tiempo que escribe a su padre, refiriéndose a las dificultades económicas en su estadía europea, que “creo que el haber sido poeta me trae todas estas complicaciones. Pero no me arrepiento. Yo escogí libremente mi destino y no tengo de qué lamentarme. En Lima terminando mis estudios de Literatura no sabría qué hacer con ellos. Y de todo esto es culpable el régimen capitalista en el que vivimos, que tendrá que cambiarse por el régimen socialista como en Cuba. // Por eso estoy decidido, y cuando en el Perú haya que irse a las armas, yo lo haré, por mucho que te duela”[11].
[1] Los nuevos: Cisneros, Henderson, Hinostroza, Lauer, Martos, Ortega. Edición de Leonidas Cevallos Mesones. Lima: Editorial Universitaria, 1967; 7.
[2] Antología de la poesía peruana, Tomo II. Lima: Peisa, 1974.
[3] “La problematización del sujeto en la poesía conversacional”. En Homenaje a Alfredo Roggiano: en este aire de América. Pittsburgh: University of Pittsburgh. Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana], 1990; 202.
[4] “Arqueologías del futuro. Una charla de Fredric Jameson”. En El viejo topo 219. Madrid, abril 2006; 71.
[5] “Estética de la utopía”. En Hueso húmero 27. Lima, 1990; 202; 33.
[6] Poesías completas. 2ª. ed. Lima: Campodónico, 1973; 233-234.
[7] Cecilia Heraud Pérez. Vida y muerte de Javier Heraud: recuerdos, testimonios y documentos. Lima: Mosca Azul, 1989; 100.
[8] Ibíd.; 121.
[9] Estación reunida. Edición, prólogo y notas de Edgar O'Hara; dossier gráfico de Herman Schwarz. Lima: Mesa redonda, 2008; 49.
[10] Cecilia Heraud Pérez; 100.
[11] Ibíd.; 101-102.
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